Tal vez
lo que te hace grande no sea el tiempo ni el paso de los años; quizás lo que te
hace grande no sea la estatura, ni tan siquiera la piel arrugada al llegar la
vejez. Puede que haya que buscar una
causa inmaterial, un ente de esos que nunca llegaremos a ver, pero que empujan
nuestra vida desde la profundidad de nuestro ser. ¿Acaso la amistad o el amor
lo llegamos a ver?
Jamás
veremos los motores que mueven el mundo, porque aquello que no podemos ver, es
aquello que permanece perenne al paso de los años. Nuestros ojos apreciaran el
efecto de la causa, dos brazos que se juntan, abrazos que naufragan en el
afecto… pero nunca la causa en sí. Algo así como que si pudiéramos ver al amor,
la amistad, necesitarían ser materiales, a lo cual, nuestra burda mentalidad de
humanos no dudaría en ponerle un precio o buscarle una modificación. Por ello
su belleza brilla por sí misma, por su pureza. Lo mismo ocurre con lo que nos
hace grandes, pues la ausencia de forma crea un misterio oculto que a pesar del
paso de las generaciones, permanece en nuestras vidas; no son los años, pues el tiempo sólo cambia
nuestra apariencia física y curiosamente, al llegar a los 30 comenzamos a
involucionar. ¿Es la edad aquello que nos hace grandes? Lejos de lo que muchos
creen en esta sutil paradoja, cumplir años no es hacerse más grande, pues al
llegar a esa edad límite no habría oportunidad de engrandecerse, de tocar las
estrellas sin despegar los pies de la tierra.
El
mundo insiste en la apariencia de la persona para determinar su grandeza.
¿Quién no recuerda la vez que por fin pudimos lavarnos las manos en el lavabo,
ese que parecía tan alto? ¿O la vez que nos dejaron sentarnos en el asiento de
copiloto porque ya éramos “grandes”? ¿O entrar a ese pub o concierto que tanta ilusión
nos hacía? Pero no, no es a esa grandeza material y física a la que nos
referimos. Quizás deberíamos de cambiar esa mentalidad de vez en cuando y mirar
el interior, no sólo el envoltorio, igual que no sólo deberíamos peinar,
maquillar o asear nuestro exterior, a veces es tan grande la oscuridad allí
dentro que nos impide brillar aquí fuera, puede que esa sea la primera clave
para entender aquello que nos hace grandes.
Sin
embargo, cabe remarcar que todos los factores nombrados anteriormente, tienen
un denominador común, una causa-efecto concreta y compartida que nos ayuda a
crecer, que nos ayuda a madurar en cada paso y que nos hace personas. Si nunca nadie hubiera puesto la mano en el
fuego, jamás hubiéramos llegado a comprender cómo es capaz de quemarnos. Si
nunca nadie hubiera caído, jamás hubiéramos aprendido lo dañina que puede ser
una herida cuando la sangre surca cada recóndito lugar de nuestra piel. Pero
vayamos más allá, porque estás pequeñas metáforas pretenden mostrarnos que es
la caída de nuestro ser o la llama que se prende en cada error lo que nos hace
grandes; pues es la caída la que nos permite aprender y descubrir lo dulce que
es el resurgir con más fuerza; pues es el fuego lo que nos avisa de que ese
camino no es el adecuado para crecer y avanzar, pero como siempre, al final,
todo dependerá de ti: puedes hacer que esa llama ilumine tu camino, o puedes
permanecer impasible esperando que esa mísera llama te convierta en cenizas que
el tiempo se encargará de borrar.
No
importa tu edad, tu tamaño o tu apariencia. Tampoco el número de caídas a tus
espaldas, o que la sangre siga surcando tus rodillas. Da igual que te hayas
quemado una y otra vez, y que la esperanza ya no acuda cada vez que suplicas a
gritos que la justicia acuda a tu salvación. Mira con templanza más allá para
aprender que con el tiempo cada error se convertirá en una salvación, pues no
hay caída lo suficientemente grande ni lamento desagradable que nos prive de
hacernos más grandes; cada golpe te hará
más fuerte y quizás sólo así descubras que una derrota a tiempo es una victoria
futura. Si te has caído siéntete afortunado. Estás en el camino correcto… ese
que te lleva a ser cada vez más grande.
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