“La educación es el arma más poderosa que puedes usar para
cambiar el mundo”
Nelson Mandela
Tanto en la educación como en otros ámbitos de la vida, se
abren muchas puertas en el mundo de las expectativas y cómo estas afectan en el
rendimiento de la persona. Ahí es donde aparece el conocido como efecto
Pigmalión, descubierto por Rosenthal y Jacobson en 1968, y que podemos
corroborar con una serie de publicaciones como las realizadas en la Universidad
de Duquesne, Pennsylania. En ese estudio se informó a una serie de profesores
que entre sus alumnos había varios que habían obtenido una elevada puntuación
en las pruebas de inteligencia. Más tarde, se les indicó cuáles eran los niños
que mejor resultado habían conseguido en dichas pruebas y lo que esto suponía
de cara al futuro.
Lo cierto es que en realidad, estos chicos que habían sido
elegidos al azar para el estudio, tenían un cociente intelectual similar al
resto de la clase. No eran alumnos superdotados cómo les habían hecho creer a
los profesores. Esto influyó subconscientemente en el comportamiento de los
profesores, provocando sutilmente un trato más cuidado hacia los alumnos
señalados. ¿El resultado a final del curso? Los niños que habían sido elegidos
al azar como supuestos superdotados y que en realidad tenían un cociente
intelectual normal, finalmente consiguieron resultados académicos notoriamente
superiores al resto de la clase.
Este experimento generó gran expectación, siendo una muestra
de cómo las creencias depositadas en una persona, pueden llegar a cumplirse en
realidad. Aunque parece un efecto mágico, lo que sucede es que los profesores
generan unas expectativas sobre el comportamiento de distintos alumnos y los van a tratar de forma diferente de acuerdo a dichas expectativas. Puede ser que a
los alumnos que ellos consideran más capacitados les den más y mayores
estímulos, más tiempo para sus respuestas, etc. Estos alumnos, al ser tratados
de un modo distinto, responden de manera diferente, confirmando así las
expectativas de los profesores.
Este efecto también puede llevarnos a la siguiente
reflexión: ¿el alumno que no llega a conseguir sus metas es porque no tiene las
capacidades suficientes desde nacimiento? O en cambio, ¿el alumno que no llega
a conseguir sus objetivos es porque no se le depositó la paciencia, fe, y
confianza suficientes? Que seamos uno de los países de la Unión Europea con más
abandono escolar, ¿es una cuestión de
capacidades intelectuales que tenemos
aquí? O más bien, ¿la ausencia de suficientes estímulos y motivaciones para
nuestros jóvenes? Es decir, la falta de personas que depositen el efecto Pigmalión
en nuestro camino.
A menudo se tiene la errónea creencia de que la enseñanza
comienza en el colegio. Que toda la responsabilidad debe caer sobre el
profesor. Cuando en realidad, el aprendizaje comienza en casa. Los pequeños
imitan lo que los mayores realizan, las frases que recitan, los hábitos que
tienen. Sin olvidar las creencias; sí, también las creencias. Es difícil que un
joven o una joven lleguen lejos en los estudios si cada día escuchan en casa: “Hijo,
ponte a trabajar, tú no vales para
estudiar. Viene de familia y tú no vas a ser excepción” O frases como: “Hija,
ese trabajo es para hombres. Dedícate a otra cosa”. Frases que un día no hacen mella. Pero día
tras día, van lapidando la creencia de nuestros jóvenes. El efecto Pigmalión empieza
con nuestros padres.
En el lado opuesto encontramos los jóvenes que tienen apoyo
familiar, pero éstos carecen de los recursos suficientes. Como exponente
podemos poner la historia de Wang Manfu, el joven chino que recorría hasta 5 Km
desde su casa, en medio de un bosque, hasta el colegio para poder ir a clase. Llegando
a soportar, en ocasiones, temperaturas de 10 bajo cero (viral se hizo la imagen
del joven con el pelo congelado, como un copo de nieve). Sólo alguien con la capacidad de valorar la
educación como pilar fundamental sobre la que se sustenta el conocimiento y en
general, la sociedad, es capaz de pegarse semejante paliza para sentarse en un
aula. Sin embargo, aquí con las facilidades que tenemos, muchos jóvenes
rechazan esta oportunidad. ¿Será que a veces no se valora lo suficiente porque
nos fue dada sin esfuerzo?
Wang Manfu, al llegar a clase, 2018.
No obstante, cuando el niño ya está en la escuela, nos encontramos
otro dilema: es el Síndrome Salomón. “En 1951, el reconocido psicólogo
estadounidense Solomon Asch fue a un instituto para realizar un experimento
sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era muy simple.
En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales
estaban compinchados con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la
sala creyendo que el resto de chavales participaban en la misma prueba de
visión que él. Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas
verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea. De
izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo.
Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas
verticales era igual a la otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal
manera que el alumno que hacía de cobaya del experimento siempre respondiera en
último lugar, habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros. La
respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin
embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la
misma respuesta incorrecta.
Cabe señalar que solo un 25% de los participantes mantuvo su
criterio todas las veces que les preguntaron; el resto se dejó influir y
arrastrar al menos en una ocasión por la visión de los demás. Tanto es así, que
los alumnos cobayas respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces
para no ir en contra de la mayoría.”
Este experimento mostró que estamos más condicionados de lo
que parece, desenmascaró la falta de confianza en nuestras propias decisiones y
además, constató una realidad incómoda: que seguimos formando parte de una
sociedad en la que se tiende a condenar el talento y el éxito ajenos. La conformidad es el proceso por medio del cual
los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos, decisiones y
comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría. Esto hace que la
libertad de pensamiento se vea coartada, que nuestros actos se vean
condicionados y que el brillo de nuestras cualidades, se difumine en un
tenebroso anhelo por encajar en nuestro entorno; el deseo de no destacar para
no ser juzgado, para no ser señalado, para no sentirse culpable por ser
diferente. En los patios de recreo a veces se persigue hasta el abatimiento la
brillantez, cuando debería ser venerada como cuán osado persigue el auténtico
sueño americano.
Antes de despedirnos, diremos que todos necesitamos a
alguien que crea más en nosotros que nosotros mismos. Alguien que en los
momentos más difíciles, encienda la llama de nuestro furgor interior; ese fuego
más profundo que está deseando ser descubierto. Alguien que deposite el efecto
Pigmalión con tanta fuerza, que nuestro camino se convierta en una travesía
inevitable hacia nuestras metas. En el camino también necesitaremos profesores
que nos muestren su confianza, su tiempo, su paciencia. Que nos muestren la
pasión por su profesión en cada lección. Que no se queden en la simple lectura
de diapositivas, sino que emocionen con cada enseñanza, que asombren con cada
materia para que ir al centro educativo no se convierta en una obligación, sino
en una gustosa necesidad. Para ello necesitamos un estado que, al igual que el
joven Wang Manfu, valore lo suficiente la educación como para dotarla de los
medios necesarios, para que profesores excelentes, que los tenemos, tengan la
posibilidad de enseñar a los jóvenes de la mejor forma posible. Con una
educación pública, libre, que no coarte diferencias en el pensamiento, que
apoye el talento y sepa descubrir las diferentes presentaciones de éste. Una
educación que proteja al excelente, y persiga el acoso escolar. Que preste las
herramientas suficientes para que niños como Diego González, Carla, Jokin o
Aránzazu no vuelvan a derramar una lágrima en vano; para que jóvenes así, no vuelvan a tener un drástico final.
En definitiva, una educación que nos cultive en la bondad de
alabar el éxito ajeno y nos llene de confianza para que algún día, cultivemos
el nuestro propio.
“Nuestro temor más profundo no es que seamos inadecuados.
Nuestro temor más profundo es que somos excesivamente poderosos. Es nuestra
luz, y no nuestra oscuridad, la que nos atemoriza. Nos preguntamos: ¿quién soy
yo para ser brillante, magnífico, talentoso y fabuloso? En realidad, ¿quién
eres para no serlo? Infravalorándote no ayudas al mundo. No hay nada de
instructivo en encogerse para que otras personas no se sientan inseguras cerca
de ti. Esta grandeza de espíritu no se encuentra solo en algunos de nosotros;
está en todos. Y al permitir que brille nuestra propia luz, de forma tácita
estamos dando a los demás permiso para hacer lo mismo. Al liberarnos de nuestro
propio miedo, automáticamente nuestra presencia libera a otros”. Marianne
Williamson
Gracias a los profesores que cada día ayudan a cultivar semillas para que algún día, recojamos frutos.
Impresionante lo que escribes hijo, cada palabra, cada reflexión nos hace aprender más de la vida y de nosotros mismos tqm😀🙏♥️♥️🙏
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