“La ciencia moderna
aún no ha producido un medicamento tranquilizador tan eficaz como lo son unas
pocas palabras bondadosas”, decía Sigmund Freud.
Nada como el poder de
una frase en el momento adecuado. Una palabra radiante, pero sencilla en
apariencia, que modifica todos los puntos de vista. Que alumbra la penumbra.
Que da vida a la vida. Y es que pocas veces reparamos en el peso de las
palabras que conmueven, que dan aliento en el abatimiento o alegría en la
armonía. Esas letras que despiertan lo más profundo de los sentidos y acarician
cada poro de la piel haciendo que el pelo se erice como si un ente invisible
surcara toda tu superficie. Sin importar quién haga de juglar en este viaje.
Porque la esencia se esconde en la emoción que despiertan los vocablos, y no
tanto en la persona que los recita.
Otras veces serán las letras de una canción o su melodía acompañante
quien te traslade a tiempos memorables o lugares donde todo transcurría de una
manera diferente a la actual. Aquella
canción que te rejuvenece hasta tu infancia cuando aún cargabas con los libros
del colegio en la mochila. O aquella que te recuerda a una tarde especial o un
viaje inolvidable. Igual un baile en una boda o incluso a alguna persona que en
el trascurso de esta travesía, se perdió para quedar grabada en nuestra memoria
cada vez que disfrutamos con los acordes de esa guitarra.
Sea como fuere, las emociones han estado ahí prácticamente
desde los inicios del ser humano, pues el sistema límbico, encargado de
modularlas, es una de las estructuras más primitivas de nuestro cerebro. Este
sistema se encargaba de una forma práctica de acercarnos a aquello que podría
mantenernos con vida y alejarnos de todos los peligros que pudiéramos encontrarnos.
Hoy en día, de manera más secundaria, seguimos acercándonos a aquellos que nos
otorga sensaciones agradables y podríamos decir en parte, que somos adictos a
las emociones. A menudo huimos de ese aplanamiento afectivo que nos hace caer
en la monotonía y el embotamiento emocional, la apatía.
Lo que a menudo confundimos es la causa de nuestro huracán emocional,
qué es aquello que nos pone el mundo patas abajo y nos trastoca la realidad. Por
ello a veces disfrazamos esa inquietud con desembolsos de dinero en objetos
materiales que nos proporcionan una emoción efímera, tan fugaz como la luz de
un relámpago. Y es ahí donde también aparecen los sistemas hormonales y de
recompensa donde la dopamina juega un papel importante. ¿Quién no ha dicho
alguna vez, me he comprado esto y estoy contento? Y eso es aplicable a
cualquier situación que implique dinero de por medio. Por lo tanto, hay que
percatarse que la causa de nuestra alegría no será el objeto en sí (ya que esa
falsa sensación se esfumará pronto) sino la expectativa de realidad que creas,
la persona con quien lo compartas y el lugar que te haga disfrutar de ello. ¿Disfrutarías
con un yate en el garaje de tu casa? No, porque no despertaría ninguna emoción.
La magia está en aquello que puedas descubrir con él, navegando mar adentro en
buena compañía o incluso en solitario, pero viviendo intensamente la sensación
de lo desconocido, de aquello que aún está por explorar y aparece como algo
sorprendente. No obstante, esta misma sensación podrías tenerla en coche, moto,
bicicleta o incluso sin ningún objeto, caminando por las calles de una preciosa
ciudad europea.
Cuando comprendes que inconscientemente buscas la emoción que subyace tras la figura
material, solo es cuestión de caminar hacia todo lo maravillosamente “extraordinario”
que sucede en la simpleza del día a día, pero que a menudo pasa
desapercibido. Ahora contempla ese atardecer interminable donde el sol baila
majestuosamente deslizándose lentamente hacia el fondo de ese acantilado.
Aprecia el paisaje, el batir de las olas contra las rocas. La coreografía de
las gaviotas planeando sobre la maleza que puebla la ladera. Ese sonido de
tranquilidad que nos otorga la brisa marina. Ese aroma fresco a naturalidad, a
trivialidad, pero al mismo tiempo a único e irrepetible. Que una tarde
cualquiera se convierta en una tarde especial no depende de la cantidad de
objeto material, sino de todo aquello que nos llena y es de un valor
incalculable.
Sin duda, algunos de los momentos más gratificantes son los
imprevisibles, porque ligada a la sorpresa, aguarda una explosión incontrolable
de sensaciones. Es lo que hace que muchos aficionados a deportes como el fútbol
o el baloncesto se levanten la silla ante un gol o una canasta en el último
minuto de partido. Y por ello, no podíamos despedir esta entrada sin mencionar
a la famosa oxitocina, que al liberarse en estas circunstancias, hacen que las
personas “sientan los colores” y lleguen a perder la cabeza de forma
inexplicable. La misma hormona que se
libera ante una caricia o la calidez de un abrazo. De nuevo no importa el qué,
sino que nos remueva dentro.
Atrévete a vivir la intensidad que supone disfrutar de todo
lo que se escapa a la necesidad de ligar dinero con algo inmaterial. Redescubre
lugares, adéntrate en los confines de un mundo oculto en un libro, en una
canción, en una calle o en la mente de una persona. Viaja hasta lo más profundo
de las palabras y acompáñalas en sus momentos de calidez o frialdad. Piérdete
en una gran ciudad, ríete de los errores y aprende de la vulgaridad diaria.
Disfruta de las pequeñas cosas, porque a menudo retienen tesoros invisibles
para la mayoría de mortales. Encuentra tu pasión, aquello que enciende ese
huracán. Ya sea un deporte, la cocina, la literatura, la medicina o cualquier profesión
o acción del día a día. A menudo no necesitamos gran cosa para vivir
intensamente. Porque no hay nada como la emoción de deleitarse con todo aquello
que disfrazado de diario, nos espera como algo inolvidable, irrepetible, único.
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