Aquella
mañana decidió llover. No era un día alegre por definición, pero nada podía
arrebatar la magia del momento. Entre la ida y venida de pasajeros, en medio de
la inmensa estación de tren, dos miradas se cruzaron en un curso intemporal,
como dos latidos que se sincronizan al son de un mismo pálpito. Tantos pasos
los separaban, que sin pensarlo dos veces, decidieron correr uno hacia el otro
como dos imanes que de forma irremediable se ven atraídos. ‹‹Es papá››, parecía
decirle emocionada, con los ojos brillando de una manera especial, la mujer al niño que llevaba en brazos. Éste,
atónito a sus 2 o 3 años, movía la cabeza de un lado al otro intentando no
perder ni un solo detalle de aquella escena. Quién sabe si para guardar en la
memoria el encuentro para que tantos años después, pudiera recordar el día en
que conoció a su padre.
Y por
fin el tan ansiado momento. La mirada sincera, pura y transparente que precede
al beso y al abrazo de un reencuentro de dos manos que se entrelazan para
mostrar la fortaleza de una unión que se consolida con cada instante que pasa,
porque para ellos, el tiempo no transcurre en el mismo cauce de la mortalidad.
‹‹Ha sido difícil la espera››, parecía decirle él. Pero esa laguna extensa de
soledad, ahora sí, había merecido la pena. La distancia no había podido separar
lo que un día, fuera por azar o destino, el tiempo había unido.
Juntos,
cogidos de la mano y sujetando algunos vestigios del curso militar del hombre,
abandonaron la estación entre la muchedumbre y una mañana lluviosa que para
nada, pudo empañar la felicidad que habitaba en su interior.
Esta es
una de tantas historias que recorren nuestras calles y los rincones de millones
y millones de estaciones cada día. Esa soledad compartida, esa espera que yace
ansiosa ante el tan esperado reencuentro en el que lo virtual deja de ser una
fantasía para convertirse en realidad. Atrás habían quedado las llamadas de
móvil, los mensajes, las videollamadas con el ordenador. Olvidadas quedaban
aquellas noches de tortuosa incertidumbre sobre rumbo de sus destinos. Todo de
nuevo, volvía a tomar forma, a ser perfecto en un mundo tan imperfecto e
inexacto a la vez.
¿Se
puede explicar esa fuerza capaz de transformar la mente y las personas? El
amor, que todo lo puede y todo lo quiere. Que puede atraparte cuando menos te
lo esperas. Que es capaz de transformar una situación angustiosa en amena, un
brazo de apoyo, un soporte, un impulso en lo malo y un aliento en lo bueno.
Pero, ¿qué es esa sustancia inmaterial e inagotable que no puede localizarse
como un órgano material? Y que sin embargo, es capaz de mover a las personas.
Algunos
dirán que tan solo es una mezcla fortuita de hormonas en un lugar y en un
momento adecuado, un flujo de oxitocina que nos hace perder la cabeza. Y aunque hoy en día su significado haya
quedado tan devaluado como el de novio/a, familia y empiece a estar sustituido
por rollo o amigo/con derecho a roce o “mis viejos”, lo cierto es que ese poder
sigue siendo tan misterioso y tan presente como desde tiempos inmemorables. No
podemos elegir cuando sentirlo, cuando liberar esa hormona oxitocina que según
los expertos mueve los hilos de un sentimiento; eso hace que todo se vuelva más
complejo y no se trate tan solo de una casualidad en un lugar en el tiempo apropiado.
Es curioso
que no elegimos tener los padres que tenemos; sin embargo, los queremos como si
los hubiéramos elegido una y otra vez en una selección infinita. Es curioso que
entre millones y millones de personas, que pueblan, poblaron y poblarán el
mundo dos personas coincidan para darse el sí quiero como si de manera
inevitable, sintiéndose parte de una misma entidad, necesitaran estar juntos.
Es por ello que el amor a quienes nos rodean es intemporal, no entiende de
sucesos cronológicos, de estaciones en el tiempo, de lugares ni personas.
Tampoco
entiende de lo material, pues hay quien ama una novela como una obra
cinematográfica o una escultura. Es universal, pues a lo largo del mundo hay
quien ama una religión, un pueblo o una nación. Es también ajeno al adiós, pues
mucho tiempo después de habernos alejado de aquello que tanto queríamos, es
irremediable volver a sentir atisbos de ese sentimiento cuando aquello vuelve a
rozar nuestro recuerdo. Tampoco comprende lo que es una espera, porque es capaz
de aguardar el momento en una soledad impaciente cargada de locura y cordura al
mismo tiempo. ¡Qué raro es!¡ Quizá no haya quien lo comprenda! Pero de lo que
sí podemos estar seguros, es que jamás
un héroe o una heroína pudo salvar nada sino es movido por ese sentimiento que
implica sentirse vivo y morir en vida cuando por el mismo azar o destino, se
escapa de nuestras manos.
Viktor
Frankl, un psiquiatra austriaco que publicó una obra abordando el sentido del
amor en un momento de intensa dificultad como fue el paso por un campo de
concentración señala: “Cuando estábamos en el campo, tanto mis camaradas como
yo, nos dábamos cuenta de que ninguna felicidad sobre la tierra podría
compensar en el futuro todo lo sufrido por nosotros durante nuestra reclusión.
Si hubiésemos levantado un balance de la dicha, solo habría arrojado este saldo
favorable: estrellarnos contra las alambradas, es decir, quitarnos la vida. Los
que no lo hacíamos, nos absteníamos de hacerlo llevados del profundo
sentimiento de obligación. En cuanto a mí, me sentía obligado hacia mi madre a
no arrebatarme la vida. Nos amábamos el uno al otro más que a nada en el mundo.
Esto hacía que mi vida alcanzara, a pesar de todo, un sentido. Tenía, sin
embargo, que contar diariamente y a todas horas con la posibilidad de morir.
También mi muerte debía adquirir un sentido, lo mismo que a todos los
sufrimientos que me esperaban antes de llegar a ella. Llevado de estas
reflexiones seguí un pacto con el cielo: si lo que yo tuviese que sufrir hasta
llegar la hora, también daría a mi madre, en la suya, una muerte dulce. Solo
así, concebida como un sacrificio, me parecía soportable toda mi existencia
atormentadora. Solo me sentía capaz de vivir mi vida, a condición de que esta
tuviese algún sentido; pero tampoco quería padecer mis torturas y morir mi
muerte, más que si mi muerte y mis sufrimientos tenían algún sentido.”
Era
pues el amor la fuerza que hacía que la vida adquiriera sentido alguno ante las
complicadas condiciones en las que se encontraban. Esa era la fuerza, que en el
fondo, empujaba a aquellas personas a continuar resistiendo el vendaval, la
tempestad, la oscuridad de la noche y el frío insoportable. Era ese sentimiento
el que les aportaba una bocanada vital para no cesar en el empeño, para levantarse
cada día con la esperanza de que algo iba a cambiar, de que volverían a ver a las personas que tanto amaban, soportando la
incertidumbre de un futuro lejano o un reencuentro con sus familiares aún
improbable, en una espera insoportable y desdichada. Y aunque tantos años después las condiciones de vida han cambiado,
todavía hoy, oculto en nuestra sociedad, luchando por no desaparecer, ese
sentimiento se esconde en cada acto, esperando a ser descubierto o deseando ser
recuperado. En cada proyecto, en cada paso en este largo camino, se puede querer
lo que uno hace y a los que día y noche, hombro con hombro, hacen de esta
trayectoria un paseo más ameno y confortable. Sin olvidar que no es necesario
un 14 de Febrero, un 19 de Marzo o el primer domingo de Mayo; este poder
permanece perenne, intemporal, porque por muchos años que pasen, aún hoy en multitud
de estaciones, calles y hogares se puede sentir el mismo sentimiento que un
día, empujó a nuestros predecesores a creer en un mundo mejor.
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