sábado, 25 de julio de 2015

Cuando un adiós es para siempre


"Te digo adiós para toda la vida aunque toda la vida siga pensando en ti "




Vivimos acostumbrados a despedidas. El adiós se vuelve una constante cuando pasan los años, una parada irreversible en el tiempo sin una fecha de regreso. Muchos de nosotros sucumbiremos en el dolor que supone abandonar a alguien y viviremos el resto de nuestras vidas estigmatizados, marcados por el poder que el tiempo nos impone; otros, sin embargo, sólo dejaran que la vida fluya, como transcurren los años, los meses y los días. Pero si hay algo de lo que podemos estar seguros, es que cuando el adiós nos elige, un sabor amargo enturbia ese abrazo o ese agitar de manos que con melancolía, recuerda que ya nada volverá a ser igual.

Muchos de vosotros recordareis esas mañanas en el colegio cuando con 3 o 4 años, os aferrabais a los brazos de vuestros padres para no bajar a un suelo donde todo era nuevo: la vida se abría paso en la inocencia de la niñez. Por delante quedaban horas que compartir con gente desconocida, en un lugar extravagante por nuestra experiencia y confuso, repleto de niños de diferentes edades y numerosos adultos. Fue entonces cuando aprendimos que la despedida no es una necesidad, sino más bien un deber, del que no podemos huir ni escondernos. Pero poco a poco ese niño o niña fue creciendo y descubriendo que en la apariencia de una despedida, tan sólo había un “hasta luego”. Nuestro mundo no acababa ahí, todo era una mera parada en nuestro camino. No un punto final sino más bien, una coma. Así, las paradas se fueron repitiendo una tras otra en el alba de cada mañana, las comas fueron poblando nuestra hoja en blanco. Con buena letra, la aventura se escribía con cada paso que dábamos.

Pero todo no iba ser tan sencillo como se muestra en la infancia. Al finalizar el colegio descubrimos que el pasar de los años nos empuja a algo mucho más profundo, un naufragio a la deriva donde sólo tenemos claro lo que sucedió, aquello que ya no es, porque lo que puede ser, todavía habita en nuestra imaginación. Destapamos la caja de la verdad para ver que no sólo existen “hasta luegos”, sino también “adiós” tan auténticos y reales que nunca más volveríamos a pisar donde hasta ahora, habíamos pisado siempre. Quizá muchos abandonaron el colegio sin ser conscientes de que ya no habría vuelta atrás, y emprendieron nuevas aventuras sumergidos en la ilusión de un nuevo comienzo, convencidos de que lo mejor estaba por llegar. ¡Siempre hemos deseado lo que no tenemos! Crecer cuando somos niños o parar el tiempo cuando llega la vejez. Y no es hasta que te cruzas de bruces con la realidad del mundo exterior, cuando te das cuenta que el mundo del que deseabas escapara para crecer, era un universo perfecto. ‹‹¡Qué tiempos en los que tenía todo hecho y no debía preocuparme!››, pensarán algunos, sin darse cuenta de que esa aventura en nuestro camino, ya finalizó hace tiempo; y puede que no todos, le diéramos la despedida que se merecía.

Así pasarían los años, viviendo en la promesa de un ir y venir de “hasta luegos” y “adiós” que se compensarían con nuevos lugares que descubrir, otras personas que conocer e inéditos naufragios en los que aventurarse. La historia se repetía en un retorno cíclico: compañeros que despedir cuando acababa el curso o la temporada; viajar y compartir nuestro verano con la gente cercana; volver a despedirse del sol, la playa o el cálido sentimiento de la cercanía; otro curso o temporada…. Muchas veces cargados con nuestras maletas; otras, cargando el corazón de sentimientos. Pero cada vez que mirábamos la estación de tren, bus o el aeropuerto, intentábamos recordar que en lo que parecía irreversible,  sólo era un “hasta luego”. No obstante, siempre lo hemos sentido como una parada frente al abismo de la nada, en el borde de un acantilado donde se asoma el vacío, empujados por un tiempo que nos martiriza en cada movimiento que hace. Porque cuando parte de nuestro mundo se queda en tierra, nuestro universo se vuelve un poco más pequeño.

Todavía nos quedaría por descubrir la mayor aterradora de las verdades. Un hecho que bañaría aún más, de amargura esas despedidas. De desconcierto y desolación. Porque a veces los viajes no conducen a una nueva ciudad o un nuevo continente, sino a una tierra prometida. Siempre dolerá más que aquella persona de la que nos despedimos en medio de la aventura, de ese amor o esa amistad que fue una estación pasajera. Siempre dolería más porque aquella persona que nos abandonaría para siempre, sería alguien cercano con el que compartimos momentos que quedaría grabados en nuestro interior eternamente. Un último adiós es doloroso, injusto, pero no deja de ser una nueva oportunidad para sentir de nuevo a esa persona. Compartir sus últimos latidos, sentir su respiración. Sentirlo vivo porque en nuestro corazón, prometimos que viviría para siempre.

En ese momento abrimos los ojos para ver que hay una verdad desconocida, que causa mudez hasta en el más avispado, porque la estación donde paran nuestras vidas es común para todos y a la vez, tan desconocida como nuestro origen. Aunque la verdad tan aterradora como os decía, fue descubrir que cualquier “adiós” o “hasta luego” podía convertirse en una despedida sin retorno, en un adiós al más allá. Nunca sabremos cuando será la última vez, ni siquiera, si tendremos la oportunidad de despedirnos. Por eso cada vez que pensamos en la amargura de una despedida, deberíamos recordar la dulzura que subyace en ese abrazo o agitar de manos porque al menos, tuvimos una nueva oportunidad para sentir de cerca a esa persona. El destino nos brinda una nueva oportunidad que no podemos desaprovechar. La despedida será eterna si en nuestro interior, habita el vivo recuerdo de que lo sentiríamos por siempre.  





                                                                                                                                                                              

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