"Te digo adiós para toda la vida aunque toda la vida siga pensando en ti "
Vivimos acostumbrados a despedidas. El adiós
se vuelve una constante cuando pasan los años, una parada irreversible en el
tiempo sin una fecha de regreso. Muchos de nosotros sucumbiremos en el dolor
que supone abandonar a alguien y viviremos el resto de nuestras vidas
estigmatizados, marcados por el poder que el tiempo nos impone; otros, sin
embargo, sólo dejaran que la vida fluya, como transcurren los años, los meses y
los días. Pero si hay algo de lo que podemos estar seguros, es que cuando el
adiós nos elige, un sabor amargo enturbia ese abrazo o ese agitar de manos que
con melancolía, recuerda que ya nada volverá a ser igual.
Muchos de vosotros recordareis esas mañanas
en el colegio cuando con 3 o 4 años, os aferrabais a los brazos de vuestros
padres para no bajar a un suelo donde todo era nuevo: la vida se abría paso en
la inocencia de la niñez. Por delante quedaban horas que compartir con gente
desconocida, en un lugar extravagante por nuestra experiencia y confuso, repleto
de niños de diferentes edades y numerosos adultos. Fue entonces cuando
aprendimos que la despedida no es una necesidad, sino más bien un deber, del
que no podemos huir ni escondernos. Pero poco a poco ese niño o niña fue
creciendo y descubriendo que en la apariencia de una despedida, tan sólo había
un “hasta luego”. Nuestro mundo no acababa ahí, todo era una mera parada en
nuestro camino. No un punto final sino más bien, una coma. Así, las paradas se
fueron repitiendo una tras otra en el alba de cada mañana, las comas fueron
poblando nuestra hoja en blanco. Con buena letra, la aventura se escribía con
cada paso que dábamos.
Pero todo no iba ser tan sencillo como se
muestra en la infancia. Al finalizar el colegio descubrimos que el pasar de los
años nos empuja a algo mucho más profundo, un naufragio a la deriva donde sólo
tenemos claro lo que sucedió, aquello que ya no es, porque lo que puede ser,
todavía habita en nuestra imaginación. Destapamos la caja de la verdad para ver
que no sólo existen “hasta luegos”, sino también “adiós” tan auténticos y
reales que nunca más volveríamos a pisar donde hasta ahora, habíamos pisado
siempre. Quizá muchos abandonaron el colegio sin ser conscientes de que ya no
habría vuelta atrás, y emprendieron nuevas aventuras sumergidos en la ilusión
de un nuevo comienzo, convencidos de que lo mejor estaba por llegar. ¡Siempre
hemos deseado lo que no tenemos! Crecer cuando somos niños o parar el tiempo
cuando llega la vejez. Y no es hasta que te cruzas de bruces con la realidad del
mundo exterior, cuando te das cuenta que el mundo del que deseabas escapara
para crecer, era un universo perfecto. ‹‹¡Qué tiempos en los que tenía todo
hecho y no debía preocuparme!››, pensarán algunos, sin darse cuenta de que esa
aventura en nuestro camino, ya finalizó hace tiempo; y puede que no todos, le
diéramos la despedida que se merecía.
Así pasarían los años, viviendo en la promesa
de un ir y venir de “hasta luegos” y “adiós” que se compensarían con nuevos
lugares que descubrir, otras personas que conocer e inéditos naufragios en los
que aventurarse. La historia se repetía en un retorno cíclico: compañeros que
despedir cuando acababa el curso o la temporada; viajar y compartir nuestro
verano con la gente cercana; volver a despedirse del sol, la playa o el cálido
sentimiento de la cercanía; otro curso o temporada…. Muchas veces cargados con
nuestras maletas; otras, cargando el corazón de sentimientos. Pero cada vez que
mirábamos la estación de tren, bus o el aeropuerto, intentábamos recordar que
en lo que parecía irreversible, sólo era
un “hasta luego”. No obstante, siempre lo hemos sentido como una parada frente
al abismo de la nada, en el borde de un acantilado donde se asoma el vacío, empujados
por un tiempo que nos martiriza en cada movimiento que hace. Porque cuando
parte de nuestro mundo se queda en tierra, nuestro universo se vuelve un poco
más pequeño.
Todavía nos quedaría por descubrir la mayor
aterradora de las verdades. Un hecho que bañaría aún más, de amargura esas
despedidas. De desconcierto y desolación. Porque a veces los viajes no conducen
a una nueva ciudad o un nuevo continente, sino a una tierra prometida. Siempre
dolerá más que aquella persona de la que nos despedimos en medio de la
aventura, de ese amor o esa amistad que fue una estación pasajera. Siempre
dolería más porque aquella persona que nos abandonaría para siempre, sería
alguien cercano con el que compartimos momentos que quedaría grabados en
nuestro interior eternamente. Un último adiós es doloroso, injusto, pero no
deja de ser una nueva oportunidad para sentir de nuevo a esa persona. Compartir
sus últimos latidos, sentir su respiración. Sentirlo vivo porque en nuestro
corazón, prometimos que viviría para siempre.
En ese momento abrimos los ojos para ver que
hay una verdad desconocida, que causa mudez hasta en el más avispado, porque la
estación donde paran nuestras vidas es común para todos y a la vez, tan
desconocida como nuestro origen. Aunque la verdad tan aterradora como os decía,
fue descubrir que cualquier “adiós” o “hasta luego” podía convertirse en una
despedida sin retorno, en un adiós al más allá. Nunca sabremos cuando será la
última vez, ni siquiera, si tendremos la oportunidad de despedirnos. Por eso
cada vez que pensamos en la amargura de una despedida, deberíamos recordar la
dulzura que subyace en ese abrazo o agitar de manos porque al menos, tuvimos
una nueva oportunidad para sentir de cerca a esa persona. El destino nos brinda
una nueva oportunidad que no podemos desaprovechar. La despedida será eterna si
en nuestro interior, habita el vivo recuerdo de que lo sentiríamos por siempre.
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