domingo, 19 de noviembre de 2017

Huracán


 “La ciencia moderna aún no ha producido un medicamento tranquilizador tan eficaz como lo son unas pocas palabras bondadosas”, decía Sigmund Freud.


 Nada como el poder de una frase en el momento adecuado. Una palabra radiante, pero sencilla en apariencia, que modifica todos los puntos de vista. Que alumbra la penumbra. Que da vida a la vida. Y es que pocas veces reparamos en el peso de las palabras que conmueven, que dan aliento en el abatimiento o alegría en la armonía. Esas letras que despiertan lo más profundo de los sentidos y acarician cada poro de la piel haciendo que el pelo se erice como si un ente invisible surcara toda tu superficie. Sin importar quién haga de juglar en este viaje. Porque la esencia se esconde en la emoción que despiertan los vocablos, y no tanto en la persona que los recita.

Otras veces serán las letras de una canción o su melodía acompañante quien te traslade a tiempos memorables o lugares donde todo transcurría de una manera diferente a la actual.  Aquella canción que te rejuvenece hasta tu infancia cuando aún cargabas con los libros del colegio en la mochila. O aquella que te recuerda a una tarde especial o un viaje inolvidable. Igual un baile en una boda o incluso a alguna persona que en el trascurso de esta travesía, se perdió para quedar grabada en nuestra memoria cada vez que disfrutamos con los acordes de esa guitarra.

Sea como fuere, las emociones han estado ahí prácticamente desde los inicios del ser humano, pues el sistema límbico, encargado de modularlas, es una de las estructuras más primitivas de nuestro cerebro. Este sistema se encargaba de una forma práctica de acercarnos a aquello que podría mantenernos con vida y alejarnos de todos los peligros que pudiéramos encontrarnos. Hoy en día, de manera más secundaria, seguimos acercándonos a aquellos que nos otorga sensaciones agradables y podríamos decir en parte, que somos adictos a las emociones. A menudo huimos de ese aplanamiento afectivo que nos hace caer en la monotonía y el embotamiento emocional, la apatía.

Lo que a menudo confundimos es la causa de nuestro huracán emocional, qué es aquello que nos pone el mundo patas abajo y nos trastoca la realidad. Por ello a veces disfrazamos esa inquietud con desembolsos de dinero en objetos materiales que nos proporcionan una emoción efímera, tan fugaz como la luz de un relámpago. Y es ahí donde también aparecen los sistemas hormonales y de recompensa donde la dopamina juega un papel importante. ¿Quién no ha dicho alguna vez, me he comprado esto y estoy contento? Y eso es aplicable a cualquier situación que implique dinero de por medio. Por lo tanto, hay que percatarse que la causa de nuestra alegría no será el objeto en sí (ya que esa falsa sensación se esfumará pronto) sino la expectativa de realidad que creas, la persona con quien lo compartas y el lugar que te haga disfrutar de ello. ¿Disfrutarías con un yate en el garaje de tu casa? No, porque no despertaría ninguna emoción. La magia está en aquello que puedas descubrir con él, navegando mar adentro en buena compañía o incluso en solitario, pero viviendo intensamente la sensación de lo desconocido, de aquello que aún está por explorar y aparece como algo sorprendente. No obstante, esta misma sensación podrías tenerla en coche, moto, bicicleta o incluso sin ningún objeto, caminando por las calles de una preciosa ciudad europea.  

Cuando comprendes que inconscientemente  buscas la emoción que subyace tras la figura material, solo es cuestión de caminar hacia todo lo maravillosamente “extraordinario” que sucede en la simpleza del día a día, pero que a menudo pasa desapercibido. Ahora contempla ese atardecer interminable donde el sol baila majestuosamente deslizándose lentamente hacia el fondo de ese acantilado. Aprecia el paisaje, el batir de las olas contra las rocas. La coreografía de las gaviotas planeando sobre la maleza que puebla la ladera. Ese sonido de tranquilidad que nos otorga la brisa marina. Ese aroma fresco a naturalidad, a trivialidad, pero al mismo tiempo a único e irrepetible. Que una tarde cualquiera se convierta en una tarde especial no depende de la cantidad de objeto material, sino de todo aquello que nos llena y es de un valor incalculable.



Sin duda, algunos de los momentos más gratificantes son los imprevisibles, porque ligada a la sorpresa, aguarda una explosión incontrolable de sensaciones. Es lo que hace que muchos aficionados a deportes como el fútbol o el baloncesto se levanten la silla ante un gol o una canasta en el último minuto de partido. Y por ello, no podíamos despedir esta entrada sin mencionar a la famosa oxitocina, que al liberarse en estas circunstancias, hacen que las personas “sientan los colores” y lleguen a perder la cabeza de forma inexplicable.  La misma hormona que se libera ante una caricia o la calidez de un abrazo. De nuevo no importa el qué, sino que nos remueva dentro.

Atrévete a vivir la intensidad que supone disfrutar de todo lo que se escapa a la necesidad de ligar dinero con algo inmaterial. Redescubre lugares, adéntrate en los confines de un mundo oculto en un libro, en una canción, en una calle o en la mente de una persona. Viaja hasta lo más profundo de las palabras y acompáñalas en sus momentos de calidez o frialdad. Piérdete en una gran ciudad, ríete de los errores y aprende de la vulgaridad diaria. Disfruta de las pequeñas cosas, porque a menudo retienen tesoros invisibles para la mayoría de mortales. Encuentra tu pasión, aquello que enciende ese huracán. Ya sea un deporte, la cocina, la literatura, la medicina o cualquier profesión o acción del día a día. A menudo no necesitamos gran cosa para vivir intensamente. Porque no hay nada como la emoción de deleitarse con todo aquello que disfrazado de diario, nos espera como algo inolvidable, irrepetible, único.








miércoles, 2 de agosto de 2017

Evanescente


“La juventud es feliz porque tiene la capacidad de ver la belleza. Cualquiera que conserve la capacidad de ver la belleza jamás envejece.” Franz Kafka


Postrado sobre la cama yace un cuerpo débil, delicado, sensible. Agitando sus brazos reclama atención; pedaleando en el aire con sus pequeños piececillos, exige crecer más deprisa. El pequeño tesoro de la casa apenas conoce nuestros nombres, apenas conoce nada del mundo, pero reconocer un rostro de alegría, hace que sonría a carcajada pura. Identificar la belleza de una manera natural hace que su tierna inocencia se convierta en el lado más humano que nos representa. Y eso es inigualable, un sentimiento que se contagia a los allí presentes. El tiempo, la espera, ha merecido la pena.

Atrás quedaron los miedos de sus padres, sus incertidumbres, las numerosas esperas en el centro sanitario, las incontables analíticas, los nervios por las primeras ecografías, las dietas, los antojos, las noches en vela, la pesadez de espalda, el cansancio vespertino, los cambios de talla, las estrías, el aumento de peso, las primeras pataditas, la alegría tensa de comunicar el embarazo a los más allegados. Pero de un momento a otro, por fin llega el día. La rotura de aguas anuncia la llegada de un nuevo inquilino; el mundo, sin conocerlo, ya espera impaciente sus primeros llantos. Porque sí, nada más nacer ya celebra la vida con llantos, ignorando aún todo lo que le queda por pasar. ¡Cómo para gastar llantos está la cosa con un camino tan largo!

A la espera de los primeros gateos, pronto le seguirán los primeros pasos y palabras. Más tarde tendrá que aprender a leer, pero todavía se conforma con los muñecos, colores y formas. No obstante, ese proceso de aprendizaje también se forja en su interior, por lo que pronto surgen los primeros contratiempos. El pequeño lleva varios días con escaso apetito hasta que una tarde,  se presenta con una irritabilidad especial. Más apagado, más colorido y más llorón de lo normal. Sus padres le ponen el termómetro y al comprobarlo, el pequeño tiene fiebre. Tratan de calmarlo con medios convencionales y así transcurre la tarde. Hasta que en un descuido, cuando la madre vuelve de la cocina, observan como el pequeño, rígido como una estatua, hace movimientos extraños, repetitivos, convulsivos, extendiendo sus brazos hacia la nada, disuadiendo su mirada en el techo de la habitación. Al contemplarlo, la madre lo carga en brazos y junto con el padre, bañados en un auténtico caos, corren por las escaleras del piso hacia la calle para buscar ayuda. Al oír el griterío, varios vecinos salen al encuentro. Desconcierto, lamentos, temor por el devenir. La angustia de unos padres que creen perder a su pequeño, mientras la ambulancia llega hasta el lugar. Todo en escasos minutos, aunque los allí presentes, lo viven como una eternidad.

Pronto la joya se recupera, pese al susto inicial. Ha sufrido una convulsión febril, nada de lo que preocuparse a largo plazo, pues el pequeño seguirá creciendo sin secuela alguna. Aunque el susto en los padres, si dejará huella para toda la vida. Muchas más serán las noches en las que esas dos personas, preocupados por el estado de su retoño, pasarán sin pegar ojo.  Unas veces por un estado de salud mermado, una alergia, una infección, una enfermedad grave, una fractura jugando en el parque; otras, por su adaptación en el entorno, su primer día de colegio, sus primeros resultados académicos, sus primeros viajes fuera de la ciudad.

Y así pasa el tiempo, con unos padres entregados en cuerpo y alma a la causa, alternando el sudor de su frente, las horas de su trabajo, su esfuerzo por salir adelante, con un cuidado elemental en la casa.  Siendo éste el motivo para levantarse cada mañana, la motivación durante la jornada laboral y la alegría al volver junto al pequeño. Así lo dan todo sin esperar nada a cambio, una deuda que como nuestro joven protagonista, adquirimos todos por el simple hecho de haber nacido. Centenares de historias que soportaron nuestros predecesores, para que hoy seamos lo que somos. Tantas noches en vela para ver cómo nuestro velero, navega viento en popa. Y gracias a ello, y gracias a ellos, hoy hemos llegado, en parte, donde nos encontramos. Cada experiencia vivida, cada suceso que nos marcó como una impronta, no hubiera sido igual sin esas personas que tras nosotros, batallan para hacernos la vida más fácil.

A ellos no sólo les debemos la vida, sino nuestra fortuna cada vez que al caernos, sentimos que allí están ellos para levantarnos la moral. Para devolvernos la ilusión. Para retomar el vuelo. Y no cabe duda que lo volverían hacer una y otra vez, infinitamente en una espiral de tierna comprensión y fortaleza. Un acantilado contra el que frenar nuestra marea cada vez que las olas van y vienen. Porque si el tiempo amenaza tormenta, ya se encargan ellos de bajarte el sol para verte sonreír.  Y si la oscuridad de la noche nos desconcierta, ya se ocuparán de encender esa luz tan mágica y especial. Ese brillo que nos encandila el alma para seguir avanzando.

Así pasan los años, las dificultades y las innumerables situaciones que nos van forjando lentamente. La mayoría de ellas caerán en el olvido. Otras, se esfumaran, evanescentes, dejando un ligero aroma a agradecimiento por cada cuidado, por cada decisión, por cada esfuerzo,  por cada preocupación, por cada impronta que nos ayudó a crecer y en la que incansables, nuestros padres estaban para asegurarnos lo mejor. Quizá ya hace mucho de ello, pero si cierras los ojos aún se puede sentir la ilusión de los primeros pasos, de los primeros logros, de las primeras etapas. Si escuchas con atención, aún resuena el eco de las primeras navidades, de los primeros cumpleaños. Sensaciones evanescentes, como tantas otras, pues crecer es quemar etapas. Hundir los miedos. Abrir las puertas. Avanzar hacia nuevas metas. La belleza de cada gesto, hace que en nuestro interior, no envejezcan jamás. Y en este escalofrío efímero, la seguridad de que pase lo que pase, alguien vela, veló y velará para que ese sentimiento evanescente, no muera nunca.

Gracias a los que cada día, lo hacen posible.


lunes, 26 de junio de 2017

La mirada abstracta





“Hay ojos que miran, -hay ojos que sueñan,
hay ojos que llaman, -hay ojos que esperan,
hay ojos que ríen -risa placentera,
hay ojos que lloran -con llanto de pena,
unos hacia adentro -otros hacia fuera”





Como bien decía Unamuno, hay ojos que más allá de una mirada, parece que te envuelven en otra dimensión. Ojos solemnes que en la grandiosidad de un parpadeo, son capaces de transmitir sus sueños y entresijos, sus más inquietantes miedos e incluso, descubrir el alma que guardan dentro. Hay ojos afables, simpáticos y juguetones; otros, en cambio, gruñen con cada balanceo de pestañas. Pero si hay unos ojos inquietantes, que asombrarían hasta al más  indiferente, son los abstractos, aquellos que se muestran tal como son, pero de una manera indescifrable a simple vista; una mirada muda que en primera apariencia podría pasar como una mirada vacía, solitaria y obsoleta. Esos ojos que se muestran naturales, con una mirada fija al más allá, que en un lenguaje encriptado intentan pasar desapercibidos. Esa mirada que es como la de un cuadro abstracto donde no reconocemos una facción clara, un atisbo de claridad o una idea trascendental, por lo que a menudo, son tachados erróneamente con un prejuicio cargado de ignorancia.
Según los expertos y diferentes estudios,  se estima que es suficiente ocho segundos para determinar si una persona nos cae bien. Sugieren que esto se debe a que en sólo 300 milisegundos (medio segundo) la imagen del individuo queda grabada en nuestro lóbulo frontal, el cual durante ocho segundos analiza los rasgos que de acuerdo a nuestra memoria, neuronas espejo y conocimiento determinan si es agradable o no.  ¿Y qué son ocho segundos en nuestra vida? Nada. Pero, ¿qué son ocho segundos en relación a esa mirada abstracta? Mucho, pues ese instinto que tiende a alejarnos a simple vista, puede determinar el futuro de lo que podría ser una fantástica relación de amistad. Porque si no indagamos en el interior de esa mirada, nos quedaremos atrapados en una carcasa insignificante que podría privarnos de una fantástica oportunidad de viajar al mundo de otra persona. Pues cada persona, escondido en algún rincón, guarda un mundo repleto de historias, anécdotas y un pasado cargado de emociones y esperanzas.
Y en muchas ocasiones son las experiencias las que, por otro lado, hacen que esa mirada abstracta caiga mal. Algún aspecto físico o psicológico, la sonrisa, la manera de andar, la manera de gesticular u algún otro rasgo que acompañe a esa mirada y que recuerda a alguna otra persona con la que se tuvo una mala experiencia y se extrapola a la humilde persona de mirada abstracta, adjudicándole una personalidad o unos atributos equivocados; en ese caso, tan sólo caerá mal debido a las experiencias vividas de la persona que juzga.
Sabed que algún día, tarde o temprano,  esa mirada aparecerá en vuestro camino, sigilosa como lo hace siempre. Porque esa mirada, al igual que un cuadro abstracto, no busca reconocimientos ni ayuda exterior; no pide atención ni suplica un minuto de nuestro tiempo; no se esconde, pero tampoco sale al encuentro; no grita, pero si te acercas, acaricia tus pupilas suavemente, con tacto, con delicadeza; no tiene un color especial, pero cada vez que viajas dentro de ella, te muestra un sendero colorido, lúcido, vívido.  Una absoluta pieza de museo esperando a ser descubierta. Esa mirada podrá mostrarse en un bar o en una plaza, en la más ruidosa discoteca o incluso en la pacífica rivera de un río, surcando los más extensos mares o recorriendo a pie la entrañable estepa; pero sea donde sea, esa mirada estará dispuesta a ser escuchada, entendida y respetada.
En ocasiones, aparecerá en el rostro de algún vecino, de algún compañero, de algún familiar, de alguna persona allegada. Pero otras veces, estará en el rostro serio de un simple desconocido. Si la persona es conocida la mirada se perderá entre nuestros quehaceres en el ritmo imparable del día a día; si no lo es, en el mejor de los casos, pensaremos que la persona es así de apagada. Lo que a menudo eludimos es la emoción que despierta esa mirada. A veces serán circunstancias temporales, un trasiego de fortunas y cataclismos que danzan en un baile tormentoso y provocan una riada de sentimientos que desbordan las mejillas. Otras veces, será una historia de superación, de incertidumbre, de timidez por lo vivido. Historias de largos viajes desde tierras tan lejanas como inhóspitas, crónicas de un desenlace inesperado.
A menudo nos proponemos viajar a lugares alejados, exóticos y extravagantes. Cruzar el Atlántico, recorrer las playas más paradisiacas, perdernos por una gran ciudad… pero cada día, en cada esquina, a cada paso, perdemos vuelos más importantes. Individuos con relatos increíbles que caerán en el olvido por no haber llegado a conocerlos nunca. Hombres y mujeres extraordinarias que alejaremos por nuestros prejuicios. ¿Por qué no viajar al interior de esa persona para descubrir sus miedos, sus preocupaciones, sus propuestas de futuro y sus propuestas de presente? Atreverse a descifrar esa mirada y trasladarse al mundo que lo rodea. Contemplar ese lienzo de óleo sólido, repleto de matices, brillos y pinceladas. Observar cauteloso. Escuchar todo lo que cada tonalidad tiene que decirnos. Atisbar esa sonrisa que se esconde tras los labios. Comprender la historia que aguarda dentro de sí. ¿Puede haber algo más maravilloso?   Quizá sí, transformar esa mirada abstracta, en una risueña expresión de alegría. Es ahí donde nace la magia.