“La juventud es feliz porque tiene la capacidad de ver la
belleza. Cualquiera que conserve la capacidad de ver la belleza jamás
envejece.” Franz Kafka
Postrado sobre la cama yace un cuerpo débil, delicado,
sensible. Agitando sus brazos reclama atención; pedaleando en el aire con sus
pequeños piececillos, exige crecer más deprisa. El pequeño tesoro de la casa
apenas conoce nuestros nombres, apenas conoce nada del mundo, pero reconocer un
rostro de alegría, hace que sonría a carcajada pura. Identificar la belleza de
una manera natural hace que su tierna inocencia se convierta en el lado más
humano que nos representa. Y eso es inigualable, un sentimiento que se contagia
a los allí presentes. El tiempo, la espera, ha merecido la pena.
Atrás quedaron los miedos de sus padres, sus incertidumbres,
las numerosas esperas en el centro sanitario, las incontables analíticas, los
nervios por las primeras ecografías, las dietas, los antojos, las noches en
vela, la pesadez de espalda, el cansancio vespertino, los cambios de talla, las
estrías, el aumento de peso, las primeras pataditas, la alegría tensa de
comunicar el embarazo a los más allegados. Pero de un momento a otro, por fin
llega el día. La rotura de aguas anuncia la llegada de un nuevo inquilino; el
mundo, sin conocerlo, ya espera impaciente sus primeros llantos. Porque sí,
nada más nacer ya celebra la vida con llantos, ignorando aún todo lo que le
queda por pasar. ¡Cómo para gastar llantos está la cosa con un camino tan
largo!
A la espera de los primeros gateos, pronto le seguirán los
primeros pasos y palabras. Más tarde tendrá que aprender a leer, pero todavía
se conforma con los muñecos, colores y formas. No obstante, ese
proceso de aprendizaje también se forja en su interior, por lo que pronto
surgen los primeros contratiempos. El pequeño lleva varios días con escaso
apetito hasta que una tarde, se presenta
con una irritabilidad especial. Más apagado, más colorido y más llorón de lo
normal. Sus padres le ponen el termómetro y al comprobarlo, el pequeño tiene
fiebre. Tratan de calmarlo con medios convencionales y así transcurre la tarde.
Hasta que en un descuido, cuando la madre vuelve de la cocina, observan como el
pequeño, rígido como una estatua, hace movimientos extraños, repetitivos,
convulsivos, extendiendo sus brazos hacia la nada, disuadiendo su mirada en el
techo de la habitación. Al contemplarlo, la madre lo carga en brazos y junto
con el padre, bañados en un auténtico caos, corren por las escaleras del piso
hacia la calle para buscar ayuda. Al oír el griterío, varios vecinos salen al
encuentro. Desconcierto, lamentos, temor por el devenir. La angustia de unos
padres que creen perder a su pequeño, mientras la ambulancia llega hasta el
lugar. Todo en escasos minutos, aunque los allí presentes, lo viven como una
eternidad.
Pronto la joya se recupera, pese al susto inicial. Ha
sufrido una convulsión febril, nada de lo que preocuparse a largo plazo, pues
el pequeño seguirá creciendo sin secuela alguna. Aunque el susto en los padres,
si dejará huella para toda la vida. Muchas más serán las noches en las que esas
dos personas, preocupados por el estado de su retoño, pasarán sin pegar
ojo. Unas veces por un estado de salud
mermado, una alergia, una infección, una enfermedad grave, una fractura jugando
en el parque; otras, por su adaptación en el entorno, su primer día de colegio,
sus primeros resultados académicos, sus primeros viajes fuera de la ciudad.
Y así pasa el tiempo, con unos padres entregados en cuerpo y
alma a la causa, alternando el sudor de su frente, las horas de su trabajo, su
esfuerzo por salir adelante, con un cuidado elemental en la casa. Siendo éste el motivo para levantarse cada
mañana, la motivación durante la jornada laboral y la alegría al volver junto
al pequeño. Así lo dan todo sin esperar nada a cambio, una deuda que como
nuestro joven protagonista, adquirimos todos por el simple hecho de haber
nacido. Centenares de historias que soportaron nuestros predecesores, para que
hoy seamos lo que somos. Tantas noches en vela para ver cómo nuestro velero,
navega viento en popa. Y gracias a ello, y gracias a ellos, hoy hemos llegado,
en parte, donde nos encontramos. Cada experiencia vivida, cada suceso que nos
marcó como una impronta, no hubiera sido igual sin esas personas que tras
nosotros, batallan para hacernos la vida más fácil.
A ellos no sólo les debemos la vida, sino nuestra fortuna
cada vez que al caernos, sentimos que allí están ellos para levantarnos la
moral. Para devolvernos la ilusión. Para retomar el vuelo. Y no cabe duda que
lo volverían hacer una y otra vez, infinitamente en una espiral de tierna
comprensión y fortaleza. Un acantilado contra el que frenar nuestra marea cada
vez que las olas van y vienen. Porque si el tiempo amenaza tormenta, ya se
encargan ellos de bajarte el sol para verte sonreír. Y si la oscuridad de la noche nos
desconcierta, ya se ocuparán de encender esa luz tan mágica y especial. Ese
brillo que nos encandila el alma para seguir avanzando.
Así pasan los años, las dificultades y las innumerables
situaciones que nos van forjando lentamente. La mayoría de ellas caerán en el
olvido. Otras, se esfumaran, evanescentes, dejando un ligero aroma a
agradecimiento por cada cuidado, por cada decisión, por cada esfuerzo, por cada preocupación, por cada impronta que
nos ayudó a crecer y en la que incansables, nuestros padres estaban para
asegurarnos lo mejor. Quizá ya hace mucho de ello, pero si cierras los ojos aún
se puede sentir la ilusión de los primeros pasos, de los primeros logros, de
las primeras etapas. Si escuchas con atención, aún resuena el eco de las
primeras navidades, de los primeros cumpleaños. Sensaciones evanescentes, como
tantas otras, pues crecer es quemar etapas. Hundir los miedos. Abrir las
puertas. Avanzar hacia nuevas metas. La belleza de cada gesto, hace que en
nuestro interior, no envejezcan jamás. Y en este escalofrío efímero, la
seguridad de que pase lo que pase, alguien vela, veló y velará para que ese
sentimiento evanescente, no muera nunca.
Gracias a los que cada día, lo hacen posible.