“Un hombre que
cultiva un jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que
en la tierra haya música.
El que descubre con
placer una etimología.
Dos empleados que en
un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que
premedita un color y una forma.
Una mujer y un hombre
que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un
animal dormido.
El que justifica o
quiere justificar un mal que le han hecho.
El que prefiere que
los otros tengan razón.
Esas personas, que se
ignoran, están salvando el mundo.”
J.L. Borges
El pasillo del supermercado
estaba repleto de productos. Un niño de baja estatura se acercó hasta la zona
de las frutas y de puntillas, con sumo cuidado, cogió una manzana. La observó
por un instante con curiosidad. Palpó su superficie lisa. Y en un arrebato de
ingenio, tiró de la manga de la chaqueta de su madre.
—¡Mamá! ¡Mamá!
—¿Qué quieres?
—¡Mamá! ¡Mamá! —insistió.
—¿Qué quieres, hijo? Suelta mi
chaqueta que la vas a dar de sí.
—¿En qué fábrica hacen las
manzanas?
—¿Fábrica? —preguntó la madre
asombrada.
—Sí, fábrica.
—¿Por qué piensas que vienen de
una fábrica? Las manzanas vienen de un árbol, en el campo cariño.
El niño, pensativo, se tomó unos
segundos para su respuesta y prosiguió.
—¡No! Son de fábrica porque
vienen en cajas de cartón. ¡Sin tierra!
Esta escena que presencié, tuvo lugar en un supermercado de
una ciudad cualquiera, en un momento en el que la artificialidad de la realidad
es el producto que a menudo consumimos, a veces, sin darnos cuenta. Y aunque
esta madre quedó sorprendida por el razonamiento de su hijo, es cierto que el
crío tenía sus argumentos para pensar de aquella manera.
Es prácticamente una constante que muchas de la frutas que
consumimos sufran un proceso de “maquillaje” antes de llegar al consumidor,
mediante máquinas de cepillado y encerado, entre otras. Con ello se busca que
el producto sea más atractivo para el consumidor, más idealizado (podemos tener
en mente la típica manzana de un solo color, brillante de superficie lisa que
incluso puede llegar a reflejar la luz). Sin embargo, en este proceso de
selección, de exigencia, muchas frutas no llegarán a ser consumidas por no
llegar a alcanzar esos estándares “de belleza” y acabarán en el cubo de la basura. ¡Ojo, que la fruta tenga una leve
imperfección no implica que esté mala! Es una cuestión de apariencia.
Pues bien, detrás de esta exigencia en la apariencia que
impone la sociedad (y esto es aplicable cada vez a más sectores), detrás de
cada fruta perdida, de cada hortaliza que arrojamos a la basura, el esfuerzo de
una persona también muere en vano. Decía
Borges que “esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”. Y razón no
le falta. Esas personas que en el anonimato se dignan a cumplir de manera
honrada con su labor. A transformar el planeta en un lugar mejor, con el mayor
beneficio que la satisfacción propia. Esas están salvando el mundo diariamente.
En silencio.
Cada mañana se levantan antes de que el sol se asome en el
horizonte. Y aún en la oscuridad del cielo, se montan en su tractor para labrar
la tierra con perseverancia. No importa que el termómetro marque bajo cero, que
las puntas de los dedos se tornen azuladas por el frío invernal o que el viento
azote tan fuerte que la cara acabe quemándose enrojecida ante tal vendaval. No
importa que en verano el sol apriete tan fuerte que cada paso en ese suelo
árido se convierta en una travesía por el desierto, donde la sed continua, las
quemaduras solares, la tierra ardiente paseándose por su calzado, sea la
constante. No importa que el dolor de las lumbares se presente como un infierno
cada vez que se agachan para recoger el fruto. No importa que las
articulaciones de la mano acaben desgastadas o con hormigueos de tanto usar las
tijeras de podar. Ellos están ahí cada mañana, cada tarde, cada día.
En un mundo de traje, corbata y zapatos, ellos visten con
una camiseta vieja, unos vaqueros descosidos y unas botas con tierra.
En un mundo donde la gratificación instantánea se persigue
hasta la saciedad, ellos labran la tierra con paciencia y destreza, como un
alfarero moldeando la arcilla que dará lugar a la obra que tiene entre sus
manos.
En un mundo donde el postureo es el nuevo dogma y el qué
publicar en Instagram se convierte en una necesidad recurrente, ellos
convierten la lluvia y el tiempo en su preocupación transcendental.
Quizá sea esta sencillez lo que los hace únicos. Y no, no
coparán las portadas de los periódicos. No aparecerán en la cabecera de los
informativos ni llenarán los programas de radio. No tendrán contratos
millonarios ni cláusulas de rescisión estratosféricas. Pero son los que en su
origen, cultivan los alimentos para que tú puedas comer. A pesar de que existen muchas profesiones más pagadas,
¿puede haber algo más vital y básico que la alimentación? Muchos justificarán la ley de la oferta y la
demanda… que el precio bajo que el agricultor recibe es consecuencia de un
exceso de productos. Ante tal cuestión
me abruma otra: cómo ante el supuesto exceso de producto permitimos que España,
según un informe de Unicef, sea el tercer país de la Unión Europea con más
pobreza infantil. Sorprende que en países tan “civilizados” aún haya tantos
niños que pasan hambre cada año. También
me pregunto si al comprar el producto tan barato de otros países, estamos
favoreciendo al mismo tiempo su explotación, obteniendo como resultado un
desequilibrio económico tanto aquí como allí.
Sin embargo, es admirable que ante la incertidumbre de dónde
acabará el producto, de cuánto pagarán por ello, de si será un precio justo o
un año más habrá empresas que acordarán precios paupérrimos que pagar al
agricultor; este levante el lomo y cargue con toda su responsabilidad a las
espaldas para que en nuestro plato no falte de nada. Es fascinante esa
dedicación, esa constancia en cada paso que muestran. Luchando cada mañana con
la posibilidad de que una tormenta tire por tierra todo el esfuerzo de meses
atrás, soportando la duda de que una sequía arruine cada cosecha. Conscientes de que aquello que logras levantar tras un año de
sacrificio, sudor y trabajo, puede desvanecerse en un suspiro.
Cada vez que al recorrer una carretera veas una parcela de tierra labrada, podrás
observar la esperanza materializada de un trabajador que sin importar el
resultado, las consecuencias o el beneficio real de su trabajo, se levanta cada
día para sacarlo adelante. Y es entonces cuando podrás comprender que cada uno
de nosotros guarda dentro de sí una parte de agricultor, de esfuerzo en
silencio, de proyectos por cumplir.
En el transcurso de esta metáfora y
volviendo de nuevo al producto, cada vez que tiramos un alimento, no estamos
valorando el esfuerzo que alguien depositó detrás. Esto es aplicable a otras
situaciones o profesiones donde las circunstancias no permiten valorar la
dedicación que se esconde detrás del resultado; detrás de cada éxito, de cada
fracaso. Porque oculto e invisible, una persona labró con el alma aquello que
hoy desprecias. ¿Y qué sería de una sociedad donde el esfuerzo dejara de ser
recompensado? ¿Qué sería de una sociedad donde sólo sus valores se fundaran y
residieran en lo mediático?
Sólo podemos dar las gracias a los que, todavía hoy, se
dejan el alma en cada intento, a los que mantienen el esfuerzo por bandera y la
perseverancia como himno. A los que se
dignan a hacer lo correcto con honradez, sin obtener el máximo
beneficio. A todos ellos: podéis estar orgullosos, estáis salvando el mundo.