domingo, 27 de octubre de 2019

La profecía autocumplida


“La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo” 
Nelson Mandela



Tanto en la educación como en otros ámbitos de la vida, se abren muchas puertas en el mundo de las expectativas y cómo estas afectan en el rendimiento de la persona. Ahí es donde aparece el conocido como efecto Pigmalión, descubierto por Rosenthal y Jacobson en 1968, y que podemos corroborar con una serie de publicaciones como las realizadas en la Universidad de Duquesne, Pennsylania. En ese estudio se informó a una serie de profesores que entre sus alumnos había varios que habían obtenido una elevada puntuación en las pruebas de inteligencia. Más tarde, se les indicó cuáles eran los niños que mejor resultado habían conseguido en dichas pruebas y lo que esto suponía de cara al futuro.

Lo cierto es que en realidad, estos chicos que habían sido elegidos al azar para el estudio, tenían un cociente intelectual similar al resto de la clase. No eran alumnos superdotados cómo les habían hecho creer a los profesores. Esto influyó subconscientemente en el comportamiento de los profesores, provocando sutilmente un trato más cuidado hacia los alumnos señalados. ¿El resultado a final del curso? Los niños que habían sido elegidos al azar como supuestos superdotados y que en realidad tenían un cociente intelectual normal, finalmente consiguieron resultados académicos notoriamente superiores al resto de la clase.



Este experimento generó gran expectación, siendo una muestra de cómo las creencias depositadas en una persona, pueden llegar a cumplirse en realidad. Aunque parece un efecto mágico, lo que sucede es que los profesores generan unas expectativas sobre el comportamiento de distintos alumnos y los van a tratar de forma diferente de acuerdo a dichas expectativas. Puede ser que a los alumnos que ellos consideran más capacitados les den más y mayores estímulos, más tiempo para sus respuestas, etc. Estos alumnos, al ser tratados de un modo distinto, responden de manera diferente, confirmando así las expectativas de los profesores. 

Este efecto también puede llevarnos a la siguiente reflexión: ¿el alumno que no llega a conseguir sus metas es porque no tiene las capacidades suficientes desde nacimiento? O en cambio, ¿el alumno que no llega a conseguir sus objetivos es porque no se le depositó la paciencia, fe, y confianza suficientes? Que seamos uno de los países de la Unión Europea con más abandono escolar, ¿es una cuestión  de capacidades intelectuales  que tenemos aquí? O más bien, ¿la ausencia de suficientes estímulos y motivaciones para nuestros jóvenes? Es decir, la falta de personas que depositen el efecto Pigmalión en nuestro camino.

A menudo se tiene la errónea creencia de que la enseñanza comienza en el colegio. Que toda la responsabilidad debe caer sobre el profesor. Cuando en realidad, el aprendizaje comienza en casa. Los pequeños imitan lo que los mayores realizan, las frases que recitan, los hábitos que tienen. Sin olvidar las creencias; sí, también las creencias. Es difícil que un joven o una joven lleguen lejos en los estudios si cada día escuchan en casa: “Hijo, ponte a trabajar, tú  no vales para estudiar. Viene de familia y tú no vas a ser excepción” O frases como: “Hija, ese trabajo es para hombres. Dedícate a otra cosa”.  Frases que un día no hacen mella. Pero día tras día, van lapidando la creencia de nuestros jóvenes. El efecto Pigmalión empieza con nuestros padres.

En el lado opuesto encontramos los jóvenes que tienen apoyo familiar, pero éstos carecen de los recursos suficientes. Como exponente podemos poner la historia de Wang Manfu, el joven chino que recorría hasta 5 Km desde su casa, en medio de un bosque, hasta el colegio para poder ir a clase. Llegando a soportar, en ocasiones, temperaturas de 10 bajo cero (viral se hizo la imagen del joven con el pelo congelado, como un copo de nieve). Sólo alguien con la capacidad de valorar la educación como pilar fundamental sobre la que se sustenta el conocimiento y en general, la sociedad, es capaz de pegarse semejante paliza para sentarse en un aula. Sin embargo, aquí con las facilidades que tenemos, muchos jóvenes rechazan esta oportunidad. ¿Será que a veces no se valora lo suficiente porque nos fue dada sin esfuerzo?

Wang Manfu, al llegar a clase, 2018.

No obstante, cuando el niño ya está en la escuela, nos encontramos otro dilema: es el Síndrome Salomón. “En 1951, el reconocido psicólogo estadounidense Solomon Asch fue a un instituto para realizar un experimento sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era muy simple. En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales estaban compinchados con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la sala creyendo que el resto de chavales participaban en la misma prueba de visión que él. Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal manera que el alumno que hacía de cobaya del experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros. La respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la misma respuesta incorrecta.

Cabe señalar que solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio todas las veces que les preguntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión por la visión de los demás. Tanto es así, que los alumnos cobayas respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir en contra de la mayoría.”

Este experimento mostró que estamos más condicionados de lo que parece, desenmascaró la falta de confianza en nuestras propias decisiones y además, constató una realidad incómoda: que seguimos formando parte de una sociedad en la que se tiende a condenar el talento y el éxito ajenos.  La conformidad es el proceso por medio del cual los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos, decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría. Esto hace que la libertad de pensamiento se vea coartada, que nuestros actos se vean condicionados y que el brillo de nuestras cualidades, se difumine en un tenebroso anhelo por encajar en nuestro entorno; el deseo de no destacar para no ser juzgado, para no ser señalado, para no sentirse culpable por ser diferente. En los patios de recreo a  veces se persigue hasta el abatimiento la brillantez, cuando debería ser venerada como cuán osado persigue el auténtico sueño americano.

Antes de despedirnos, diremos que todos necesitamos a alguien que crea más en nosotros que nosotros mismos. Alguien que en los momentos más difíciles, encienda la llama de nuestro furgor interior; ese fuego más profundo que está deseando ser descubierto. Alguien que deposite el efecto Pigmalión con tanta fuerza, que nuestro camino se convierta en una travesía inevitable hacia nuestras metas. En el camino también necesitaremos profesores que nos muestren su confianza, su tiempo, su paciencia. Que nos muestren la pasión por su profesión en cada lección. Que no se queden en la simple lectura de diapositivas, sino que emocionen con cada enseñanza, que asombren con cada materia para que ir al centro educativo no se convierta en una obligación, sino en una gustosa necesidad. Para ello necesitamos un estado que, al igual que el joven Wang Manfu, valore lo suficiente la educación como para dotarla de los medios necesarios, para que profesores excelentes, que los tenemos, tengan la posibilidad de enseñar a los jóvenes de la mejor forma posible. Con una educación pública, libre, que no coarte diferencias en el pensamiento, que apoye el talento y sepa descubrir las diferentes presentaciones de éste. Una educación que proteja al excelente, y persiga el acoso escolar. Que preste las herramientas suficientes para que niños como Diego González, Carla, Jokin o Aránzazu no vuelvan a derramar una lágrima en vano; para que jóvenes así,  no vuelvan a tener un drástico final.

En definitiva, una educación que nos cultive en la bondad de alabar el éxito ajeno y nos llene de confianza para que algún día, cultivemos el nuestro propio.  



“Nuestro temor más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro temor más profundo es que somos excesivamente poderosos. Es nuestra luz, y no nuestra oscuridad, la que nos atemoriza. Nos preguntamos: ¿quién soy yo para ser brillante, magnífico, talentoso y fabuloso? En realidad, ¿quién eres para no serlo? Infravalorándote no ayudas al mundo. No hay nada de instructivo en encogerse para que otras personas no se sientan inseguras cerca de ti. Esta grandeza de espíritu no se encuentra solo en algunos de nosotros; está en todos. Y al permitir que brille nuestra propia luz, de forma tácita estamos dando a los demás permiso para hacer lo mismo. Al liberarnos de nuestro propio miedo, automáticamente nuestra presencia libera a otros”. Marianne Williamson

Gracias a los profesores que cada día ayudan a cultivar semillas para que algún día, recojamos frutos.